Espacio Fundación Telefónica
Del 24 de octubre al 2 de marzo
La Fundación Telefónica presenta una revisión de su colección de
fotografía contemporánea reuniendo las tendencias más representativas de este
medio desde finales de los años 70 hasta la actualidad. Expuesta por primera vez hace ya una década, cuando estaba en proceso de
constitución, con esta muestra comisariada por Ramón Esparza se pretende dar una nueva lectura de las más de 50
obras escogidas por María del Corral. La Colección se construye en torno a dos
corrientes y las hibridaciones que surgen de la relación entre ambas; el
posmodernismo americano de Jeff Wall entra a dialogar con la sistematicidad
analítica de la Escuela de Düsseldorf
encabezada por Bernd y Hilla Becher. Son muchos los temas que resuenan y los
medios técnico-artísticos aquí utilizados: la documentación performativa y
social, el apropiacionismo, la reformulación de géneros clásicos de la historia
del arte o la fotografía arquitectónica. Lo que también resuena es la música de
Riojy Ikeda desde la planta baja. A ritmo de electro nos adentramos en la
muestra.
La Colección se enmarca bajo el cambio de paradigma que
sufrió la fotografía tras su incorporación al mundo del arte en la segunda
mitad del siglo XX. Desde su progresiva desvinculación de los soportes que la
asocian con su carácter reproductible, caso de la imprenta o los medios de
comunicación, hasta el desarrollo de los procesos narrativos más actuales que
la acercan al relato artístico. La toma de conciencia del medio fotográfico de
su capacidad creativa, iniciada por artistas Pop como Warhol y Ruscha, no sólo
se tradujo en un cambio de lenguaje, sino que también contribuyo en la idea de su
necesidad de conservación, exposición y colección. De esta manera, la
fotografía entró de lleno en el circuito del arte reclamando un valor estético
autónomo que la separaba de su tradicional papel documental centrado en
reflejar la realidad que nos rodea. La imagen fotográfica no es sólo papel
impreso, reportaje de guerra, cartel publicitario o recuerdos de un álbum
familiar. Lo fugaz reclama ahora la preservación del marco y la misma
contemplación que la pintura. La fotografía se sitúa más cerca que nunca de la inmortalidad.
A nuestra entrada nos encontramos con los cowboys y las
novias de Richard Prince, los interiores de Sherrie Levine y el hombre de John
Baldessari cayendo desde una letra invertida. A continuación los años 80 se
bifurcan en dos pasillos: La intuición posmoderna y el análisis científico. La
parte americana representada por Jeff Wall es una reflexión acerca del medio mediante
una crítica a la representación fotográfica. La conexión entre la pintura y el
documento, enfocando en primer plano el cuerpo, juega con la ilusión del “como
si”. Los pasajeros de Wall en Overpass
(2001) no tienen que coger un avión, es un viaje a ninguna parte donde lo representado
ya no es empirismo puro sino una puesta en escena que podemos llamar teatral. Cindy
Sherman juega con la mascarada y el claroscuro recuperando una escena que
recuerda a un lienzo barroco y nos confunde haciéndonos pensar que estamos ante
una pintura y no una foto. Marina Abramović representada como una Pietá
(1983) también recupera un género histórico del arte y nos recuerda que la
performance y el happening se sirvieron de la fotografía como testimonio de sus
actuaciones. Entre los seguidores de esta tendencia encontramos la obra de Shirin Neshat, Wolfgang Tillmans, Esko
Männikkö, Philip-Lorca diCorcia y Sam Taylor-Wood. Destaco la obra de esta
última fotógrafa británica que en la sección de hibridaciones nos impacta con Soliloquiy I (1998), un retablo
renacentista donde en la parte central un hombre sueña los episodios que se
relatan a sus pies. El bello durmiente también parece el protagonista de un
anuncio de una marca de alta costura.
Muy distinta resulta la otra
tendencia presentada en la exposición, de claro corte alemán, con una vuelta a
los valores de la “Nueva Objetividad”. Bernd y Hilla Becher con la escuela de
Düsseldorf apuestan por una mirada técnica, distante, casi científica, que
registra lo producido a partir de lo real. Frank Stella nos recuerda: “Lo que
ves es lo que ves”. Aquí se elimina todo rasgo de dramatización y disfraz para
centrarnos en el acto mismo de ver tiñendo nuestra retina de algún blanco y
negro. Los encuadres recuerdan a las cámaras de placas y su obsesión por los
modos de percepción. Fábricas
industriales, espacios públicos y arquitecturas urbanas son captados por
fotógrafos como Thomas Struth, Andreas Gursky, Günther Förg y Axel Hütte. Llaman
la atención las ventanas de Sabine Hornig, que proyectan como espejos los
espacios que la rodean. Los planos se solapan uniendo el interior y el
exterior. Tú eliges a qué lado queda el bosque. Otra obra interesante, situada
en el centro de la sala pero que bien podría estar en el pasillo alemán, es Time lapse de Francis Alÿs,
donde se documenta el paso del tiempo a través de la proyección de la sombra
del mástil de una bandera mexicana en el centro de la plaza del Zócalo. El
problema de la asimetría de Bromberger del modelo nomológico deductivo también
es arte.
El coleccionismo guarda una estrecha relación con el canon y el gusto estético, guardamos aquello que consideramos valioso, pero, ¿qué confiere de valor a un hecho tan cercano y cotidiano como el fotográfico? ¿Qué fotografías merecen ser coleccionadas? En una sociedad dominada por lo visual donde todos podemos contribuir al archivo infinito de imágenes debido a la accesibilidad del medio, parece cuestionable la fotografía como arte. Más allá del aura, la cuestión actualmente ya no hay que centrarla en una pérdida de valor causada por la reproductibilidad infinita- entre cientos de imágenes idénticas me puedo seguir preguntando por su valor artístico- sino que más bien tiene que ver con cómo el uso indiscriminado del filtro Inkwell de Instagram no te convierte en el nuevo Robert Frank. De la misma manera que no toda mancha roja en un lienzo es un Rothko, no toda fotografía es una obra de arte. Las ideas y conceptos priman sobre la imagen en la fotografía artística, esa intencionalidad la hace distanciarse de usos mediáticos. La fotografía como arte no funciona como prueba de verdad, caso de la documental, sino como auto-cuestionamiento interno. Por tanto, la duda sobre su valor se disipa en el momento que aceptamos la posibilidad del medio fotográfico como constructora de realidades artísticas. El rigor clasificatorio es algo cuestionable en toda muestra, pero la colección de una empresa de telecomunicaciones puede y sabe jugar con otro tipo de valores. Entendiendo el arte como una acción financiera que representa un valor siempre al alza, nos regalan una exposición digna de un manual de fotografía contemporánea donde lo primero es detenerse en los apellidos. Aun así, las realidades planteadas en la exposición son imágenes que piden ser miradas durante más de tres segundos y no consumidas a modo de “like”. Estas fotografías se comparten de otra manera.
Irene Martínez Marín
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