FOTOGRAFÍA
CONTEMPORÁNEA EN LA COLECCIÓN TELEFÓNICA
Espacio
Fundación Telefónica
Del
24 de octubre al 2 de marzo
Una selección
de las fotografías contemporáneas más representativas de la Colección
Telefónica se exponen en la Sala Espacio
de su Fundación hasta el próximo mes de marzo. Se trata de cincuenta obras
realizadas desde finales de los años 70 hasta la década del 2000, que han sido
adquiridas en el corto periodo de año y medio por la experta María Corral,
principal asesora de colecciones de la Fundación. Por tanto, tal y como explica
la misma María Corral, se trata de los primeros esbozos de una colección
“inconclusa”.
El comisario
Ramón Esparza realiza una ecléctica propuesta en la que parte de la corriente
postmodernista, liderada por el estadounidense Jeff Wall y la Escuela de
Düsseldorf (así bautizada por la crítica) inspirada por los alemanes Bernd y Hilla
Becher, que en los años sesenta retomó los postulados del fotógrafo August
Sander, como punto de referencia. Sin un orden preestablecido, se nos van
presentando las hibridaciones que han ido surgiendo a partir de estas dos
tendencias, entre ellas, el documentalismo, que es el género que mayores
críticas ha recibido.
América cobra
un protagonismo especial en la valoración de la fotografía como género
artístico y la presente muestra así lo quiere hacer notar. No olvidemos que los
museos americanos, entre ellos el MOMA de Nueva York, fueron pioneros en la
formación de colecciones de fotografía artística, muy escasa por aquel entonces
en relación con la difundida por los medios de comunicación. Andy Warhol y los
artistas pop en los sesenta son los responsables de este cambio y convirtieron
el género fotográfico en seña de identidad de la sociedad estadounidense, que
carecía de un pasado histórico del que vanagloriarse.
Como preludio
de la muestra, la serie de fotografías Cowboys
and Girlfriends de Richard Prince, nos sitúa en la experimentación llevada
a cabo en los ochenta, previa a las tendencias postmodernista y de Düsseldorf.
Ocho retratos de fieros “cowboys” y de sexis rubias americanas, refotografiados
de anuncios de Marlboro, crean una nueva historia del country americano que
marcará los pasos de la postmodernidad.
Postmodernidad
de la que su máximo exponente es Jeff Wall. Su obra Overpass, realizada en 2001 y expuesta en una caja de luz,
ejemplifica la crítica de la fotografía tradicional y su deconstrucción a
través de su enorme tamaño. La obra de Wall está íntimamente relacionada con la
pintura de gran formato y con lo documental, por la falsa instantaneidad de sus
imágenes, y aunque no lo parezca, el acelerado paso de los viajeros con sus
maletas está milimétricamente estudiado.
Sherrie Levine,
en su afán apropiacionista, adopta imágenes y estereotipos que cuestionan el
contexto social en el que transcurren, es el caso de los interiores burgueses
de París que están colgados en la muestra. La narcisista Cindy Sherman se burla
de la mitomanía americana y se autorretrata como actriz interpretando papeles
ficticios. El fotógrafo Philip-Lorca tensiona al espectador con sus personajes
urbanos, en este caso la triste mirada de un hombre de raza negra interpela al
espectador cobrando tal intensidad, que parece salirse del encuadre. Parece
elegir de forma aleatoria historias y realidades de la ciudad neoyorkina.
No falta otro
de los grandes norteamericanos, Allan Sekula, que no duda en mostrar una vez
más los contrastes del entramado socio-económico que impera en la sociedad
capitalista de hoy en día en Happy ending,
una socarrona composición marítima: arriba un carguero en el mar y abajo un
regatista disfrutando en su velero.
La fría y
enigmática vista en picado del Puerto de
Hong Kong de Andreas Gursky nos remite a la Escuela de Düsseldorf, que
implica una reformulación de las vanguardias históricas inspirada por la Nueva
Objetividad y por la fotografía científica, que se plasman en el
distanciamiento con respecto al objeto fotografiado, la realización en serie y
la sistematicidad. Todos ellos heredan de los Becher una pauta común que es la
ruptura entre la imagen y su objeto. Este axioma da como resultado esos
ambientes fríos y desprovistos de humanidad que retrata Candida Höfer en las
asépticas arquitecturas de la Neue
National Galerie de Berlin y Thomas Struth en el Museo de Pérgamo. En ellos, de forma deliberada, la figura humana
no es representada: no interesa la dimensión social sino la espacial.
Salpicados en
el recorrido expositivo y como contraste a las dos tendencias centralizadoras
de la muestra, se introducen una serie de fotógrafos de gran impacto: Marina
Abramovich con su Pietá, las
originales réplicas de imágenes ya conocidas de Vik Muniz, como After Gerhard Richter y Mona Hatoum, con
esas botas retratadas junto a sus pies en el Performance Still, que ha sido elegida como imagen de la
exposición. Pero más significativa es una de las fotografías más emblemáticas
de la artista inglesa Sam Taylor-Wood, Soliloquy
(1998), una fotografía eminentemente artística, que a modo de retablo
renacentista reproduce en su predella
“vidas de santos ejemplares” del siglo XXI en un interior palaciego, mientras
que un bello joven durmiendo sobre el sofá, hombre arquetípico de la vida
moderna, preside el cuadro.
Como
contrapunto, el anatema de la exposición parece ser la fotografía española.
Llama la atención, tratándose de la colección de una de las empresas más
representativas de España, si no la más, la ausencia de nuestros artistas en la
muestra. Tan sólo tres representantes, los catalanes Xavier Ribas, Perejaume y
el dúo Bleda y Rosa, están presentes en la selección. ¿Son acaso únicamente los
artistas consagrados los que tienen derecho a ser incluidos en la muestra? El
Premio Nacional Artes Plásticas 2006 y Premio Nacional de Fotografía 2008
avalan respectivamente a Perejaume, especializado en fotografía documental y a
María Bleda y José Mª Rosa, -los Bernd y Hilla Becher españoles-, de los que se
exhibe una fotografía de su serie de Campos
de Batalla, en este caso la de Covadonga.
En el caso
de los artistas españoles no arriesgan, pero no ocurre lo mismo con los
internacionales, donde no han tenido problema en incluir a fotógrafos
desconocidos por el gran público, algo que no aporta coherencia a la globalidad
de la colección. Pero no olvidemos que la Colección está en pleno proceso de
formación, no está terminada aún y aun así consigue plasmar al espectador la
nueva cultura visual de finales del siglo XX y del XXI, en la que medios
fotográficos y audiovisuales toman la delantera en materia artística a otros
géneros. La muestra comienza con buen pie y cada pieza supera a la anterior
evolucionando in crescendo, pero
llega un punto en el que poco a poco decae cualitativamente dejándonos fríos e
indiferentes a la salida. Es posible que las temáticas tan diferentes y
variadas contribuyan a ese desconcierto final, por un lado sorpresivo
(americano), pero a la vez helador (germánico) que ejemplifican un único
objetivo común sin subterfugios sibilinos: mostrar la belleza tal cual, lo que ves es lo que ves… ya lo dijo
Frank Stella.
Marina López
de Haro
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